Iván Bilibin: El Hechicero de los Cuentos Rusos
Iván Yákovlevich Bilibin fue uno de los artistas más destacados del movimiento modernista ruso y un maestro indiscutible en la ilustración de cuentos de hadas y leyendas del folklore eslavo.
En el gélido invierno de 1876, en la aldea de Tárkovichí, cerca de San Petersburgo, nació Iván Bilibin, hijo de un médico naval. Su infancia transcurrió entre libros, nieve y relatos populares que, sin saberlo, sembraban la semilla de un arte que transformaría la identidad visual de Rusia. Como tantos jóvenes de su época, comenzó estudios de derecho, pero en 1898 su vida cambió radicalmente al visitar una exposición de Víktor Vasnetsov.
El impacto fue inmediato: sus bogatyres despertaron algo ancestral en su interior. Abandonó las leyes para entrar en la Academia Imperial de las Artes, donde estudió bajo la dirección de Iliá Repin.
Aunque Vasnetsov había sido su ídolo, en una cena en 1903 Bilibin le espetó: “Tus bogatyres parecen actores disfrazados, no guerreros”.
Vasnetsov lo fulminó con la mirada y jamás volvió a dirigirle la palabra. Paradójicamente, años después el régimen soviético destruiría obras de Vasnetsov por “burguesas” y conservaría las de Bilibin por su conexión con el folclore “puro”.
En 1899, su carrera dio un giro crucial cuando comenzó a trabajar con el editor y coleccionista Alekséi Afanásiev, cuyas recopilaciones de cuentos populares rusos necesitaban una imagen visual coherente.
Bilibin asumió ese rol con pasión y precisión, convirtiéndose en la cara gráfica del cuento ruso tradicional. Su gran oportunidad llegó cuando ilustró La princesa rana. El éxito fue rotundo. Le siguieron Vasilisa la Bella, El cuento del zar Saltán, Sadko, La pluma del pájaro de fuego y El gallo de oro. En estas obras, Bilibin introdujo un rasgo técnico distintivo: los contornos negros gruesos que delineaban las figuras.
Este recurso, inspirado en vitrales medievales y en la iconografía ortodoxa, le daba a sus ilustraciones una fuerza gráfica única, permitiendo una mejor reproducción en imprenta y un aura mística que las convertía en portales a otro mundo.
Una de sus contribuciones más notables fue la forma en que unificó texto e imagen, incorporando a menudo caligrafía y tipografía decorativa en sus composiciones- De este modo, cada ilustración no solo narraba visualmente el cuento, sino que también se convertía en un objeto artístico total, en el que forma y contenido se fundían armoniosamente.
Pero detrás de los cuentos, era un hombre obsesionado, supersticioso y apasionado. Su estudio en la calle Bolshaya Morskaya parecía salido de un cuento: máscaras rituales, tallas eslavas, bordados, huevos de Pascua pintados, huesos tallados y un espejo cubierto de runas. Tenía lo que llamaba “artefactos de inspiración”: un grimorio, un cuerno de ciervo con símbolos antiguos y un trozo de corteza de abedul que juraba “cantaba” al amanecer. Coleccionaba botones de trajes tradicionales rusos, que guardaba en frascos etiquetados por región. Decía que “cada botón tiene una historia que aún no ha sido contada”. Tenía un diario personal donde escribía con símbolos eslavos antiguos. Solo una parte ha sido descifrada. En una entrada de 1904 escribió: “Hoy he visto el alma de un cuento asomarse en el reflejo del samovar”. Su asistente, Nikolái Kúpernik, afirmaba que Bilibin hablaba con sus ilustraciones por las noches.
Fascinado por el folclore, emprendió una serie de expediciones entre 1902 y 1904 al norte de Rusia —Vólogda, Arcángel, Olonets— para estudiar de primera mano las izbás, las iglesias de madera, los trajes tradicionales, los bordados y las decoraciones domésticas. De allí surgió su pasión por el arte popular ruso, el lubok, las formas arquitectónicas escalonadas, los motivos zoomorfos y las cúpulas en forma de cebolla que se volverían omnipresentes en su obra.
Ilustrando El zar Saltán en 1905, mezcló agua del Lago Ladoga con acuarela para pintar un mar “auténtico”. La leyenda local advertía que el lago estaba maldito. Ese mismo año ocurrió el Domingo Sangriento. Convencido de haber despertado algo oscuro, Bilibin quemó varias copias del libro.
Su método de trabajo era intransigente. No usaba lápiz. Dibujaba directamente con tinta china. Si cometía un error, destruía la hoja. Trabajaba con paletas limitadas —en Vasilisa, solo negro, rojo, dorado y verde esmeralda—. Simetría obsesiva: si un margen fallaba por un milímetro, reimprimía el libro. Como un ejercicio de precisión, dibujaba sobre corteza de abedul, una práctica que tomó de los berestá, manuscritos medievales rusos. Algunas de esas piezas están hoy en colecciones privadas en Finlandia. Fue obsesivo con la numerología eslava: muchos de sus marcos decorativos tienen 7, 9 o 33 elementos, siguiendo los números mágicos del folclore ruso. Firmaba con un cuervo estilizado. Se negaba a dibujar con luz artificial después del crepúsculo. Creía que los colores se “contaminaban” si no eran concebidos bajo luz solar o a la luz de velas.
Una vez se enfrentó a Kandinsky en una tertulia artística, acusándolo de “abandonar el alma del pueblo por juegos geométricos”. Kandinsky respondió que “el alma no necesita fronteras negras”. Nunca más se hablaron.
En 1901 se enamoró perdidamente de Alexandra Shchekotikhina-Potótskaya, una artista casada. Retó al esposo a duelo, pero este se negó: “Te la cedo, pero que mi sangre no manche este deshonor”, dijo. Alexandra se divorció y vivió con Bilibin hasta 1911. Fue ella quien inspiró los rasgos etéreos de su Vasilisa la Bella.
En 1923, ya exiliado en Egipto tras la revolución, se casó en secreto con Renée O’Connell, una irlandesa 30 años menor. El matrimonio duró ocho meses. Ella lo dejó, diciendo: “Ama más a sus pinceles que a mí”. Durante su etapa egipcia (1920–1925), diseñó escenografías para la ópera en El Cairo, combinando estética rusa con motivos faraónicos. Uno de sus bocetos incluía un trono con alas de fuego al estilo de Sadko.
Luego, en París, tuvo un romance tormentoso con Lydia Chambers, aristócrata rusa y modelo de su Reina del Mar en Sadko. Hizo bocetos semidesnudos de ella que luego compró y destruyó en una hoguera, mientras recitaba versos de Pushkin.
Frecuentaba el café La Rotonde en París, jugaba ajedrez con Chagall y bebía absenta con Marina Tsvetáyeva. Tenía una costumbre extraña: ilustraba escenas eróticas de cuentos rusos en servilletas a cambio de tragos. Una de ellas, protagonizada por Koshchéi el Inmortal, fue subastada en 1997 por 12.000 dólares.
En París, Bilibin impartía talleres clandestinos de iconografía ortodoxa en sótanos, pese a la presión soviética por evitar expresiones religiosas.
Una ilustración perdida titulada El Sueño de Baba Yagá fue hallada en 1991 en un mercado de libros de segunda mano en Praga. Tenía una anotación en glagolítico que traducida dice: “Ella duerme mientras el bosque recuerda”.
Regresó a la URSS en 1936 con la esperanza de reintegrarse al arte oficial. Fue error. El realismo socialista lo tildó de arcaico, místico, “demasiado bizantino”. Nunca pintó trenes, fábricas o escenas urbanas. Rechazó ilustrar textos soviéticos de ciencia o progreso. “No hay alma en el vapor”, decía. Lo relegaron a tareas menores y a la docencia. Daba clases en secreto, oculto bajo la excusa de “capacitación proletaria”. A sus alumnos les repetía: “Un ilustrador debe ser arquitecto, historiador y mago”.
Durante la hambruna de 1941, intercambió una ilustración por una barra de pan, pero la rompió en dos y la compartió con una anciana en la fila. “El arte debe alimentar, no solo adornar”. En 1942, se negó a evacuar. Donaba su ración de comida a estudiantes. En sus últimos días, sin papel ni tinta, dibujaba sobre periódicos. Una de sus últimas obras, El susurro del invierno, mostraba un bosque de abedules con rostros ocultos. Algunos dicen que pintó con su propia sangre. En un fragmento, los árboles formaban la palabra “Libertad” en alfabeto glagolítico. Fue denunciado por sabotaje ideológico. Murió oficialmente de inanición. Tenía un lápiz en la mano.
Su tumba provisional fue destruida por los bombardeos. Sus restos jamás se hallaron. Pero su gato Vasili, que viajó oculto desde París en una cesta, fue enterrado bajo un abedul en la Academia de Leningrado. En la piedra que lo cubre hay un grabado que dice: “Donde duerme el guardián del bosque”.
En 2008, un restaurador descubrió inscripciones ocultas en alfabeto glagolítico en los bordes de sus ilustraciones. En Vasilisa, una de ellas decía:
“El arte es el único hechizo que vence a la muerte”.